Artículo originalmente publicado en la revista digital 4' 33" del Departamento de Artes Musicales y Sonoras "Carlos López Buchardo" de la UNA.
El
rancho descuidado. La lógica oportunista de Alberto WilliamsOscar Olmello (UNA) y Andrés Jorge Weber (UNLu)
A la manera de un personaje de Borges
que en una noche agota su historia, Alberto Williams sólo es para la
bibliografía musicológica de los últimos tiempos, ese acto que oblitera todos
los demás de su vida, el instante supremo en el que compuso El rancho abandonado. En línea con esa
metonimia, la descripción que el mismo Williams hizo del proceso creativo que
culminó con la composición de la pieza es uno de los textos más citados de la
musicología histórica contemporánea. El asunto tiene aristas tales que desaconseja
alinearse tanto con la tradición musicológica que considera la obra como la
piedra fundamental de la música nacional argentina, cuanto con las refutaciones
más recientes que rechazando tal representación le conceden sin embargo
particular relevancia. En efecto, la postura que considera que de Williams y su
pieza de 1890 surge la “lógica sonora de la Generación del 80” persevera en atribuir
centralidad a tal composición (Plesch, 2008) .
El rancho descuidado
El equívoco surge de tomar el texto de
Williams proveniente de Orígenes del arte musical argentino[1] (1951) como fuente decisiva
para toda su argumentación. Así lo afirma la autora del artículo:
“Según explicita
el autor, la obra no surgió naturalmente (como lo querría una visión romántica
del nacionalismo, por la cual los compositores nacionales «exudan» música
nacional casi sin proponérselo), sino que respondió a un propósito deliberado.
Tenemos aquí el primer requisito dahlhausiano, la
intención. Al señalar Williams que esta obra es la más popular que ha escrito
encontramos el segundo requisito, la recepción. Sabemos, además, que esto no es
una mera percepción de Williams, sino que es un hecho histórico que puede ser
confirmado fácilmente con la evidencia documental. ‘El rancho abandonado’ ha
sido indudablemente una de las obras más frecuentadas del repertorio pianístico
argentino” (2008, pág. 73) .
Plesch extrae del tan citado texto de
Williams no sólo la intención del autor sino también la recepción, es decir la
percepción de la obra como música popular por parte del público, ofreciendo
como prueba de ello la frecuencia de su ejecución. Resultaría muy difícil
encontrar argentinos y argentinas sin información previa sobre la obra, que la
reconozcan como relacionada con la cultura del pueblo. Pero sí, indudablemente
encontraríamos unanimidad si procediéramos de igual forma con, por ejemplo, El estilo pampeano de Abel Fleury,
compositor cuya producción responde cabalmente a las condiciones dahlhausianas.
Aun sin considerar la circunstancia que El rancho abandonado es el único número
de la suite que integra[2] al que se le puede
atribuir una estética nacionalista, lo que fomenta la presunción de una
inclusión posterior[3],
no dudamos en afirmar que en el momento de la composición la obra no tuvo la
importancia que luego adquirió[4]. Tampoco el propio
Williams en sus textos de 1902 y 1910, (Veniard, 2002, págs. 388-390) donde establece un
esquema generacional de la música argentina incluyéndose a sí mismo como uno de
los primeros músicos profesionales, menciona acto fundacional alguno. Sólo
aparece ese constructo en 1932, es decir, cuarenta y dos años después del
acontecimiento[5].
Sin embargo, sobre ese texto se basa
Plesch para postular la existencia de la “Lógica sonora de la Generación del
80” atribuyendo su enunciación a Williams. Pues, según ese razonamiento:
“…la apropiación
del universo simbólico de un Volk esencializado e idealizado, el gaucho, su
subsiguiente estilización y sobre todo su uso como herramienta para garantizar
la coherencia cultural”. […] Así el gaucho, que hasta aquí había sido, después
del indio, el Otro por excelencia, portador de la barbarie que denostara
Sarmiento, sería rescatado y metamorfoseado en la «esencia» de la argentinidad
en peligro” (2008, págs. 60-64) .
Ciertamente, por una operación
discursiva que surge del seno de la élite dirigente, la figura del gaucho
pierde vicios que antes lo instituían, si se nos permite el oxímoron, como
quintaesencia de la barbarie, adquiriendo inmediatamente virtudes que lo constituyen
en antemural que contenga las ideas disolventes que traían los inmigrantes. Sin
embargo, a tal metamorfosis nada aportará una obra que desde el título refuerza
la caracterización sarmientina. Consideremos en ese sentido el Diccionario de la Real Academia Española
que ofrece dos acepciones del adjetivo abandonado: “1. adj. Descuidado,
desidioso. 2. adj. Sucio, desaseado”. En tanto que como participio pasado del
verbo abandonar nos dice:
“1. tr. Dejar
solo algo o a alguien alejándose de ello o dejando de cuidarlo. Han abandonado
este edificio. 2. tr. Dejar una actividad u ocupación o no seguir realizándola.
3. tr. Dejar un lugar, apartarse de él. Abandonaron el lugar del suceso. 4. tr.
Apoyar, reclinar algo con dejadez. U. m. c. prnl. 5. tr. Entregar, confiar algo
a una persona o cosa. U. m. c. prnl. 6. intr. En el juego o en el deporte,
dejar de luchar, darse por vencido. Al tercer asalto, abandonó. 7. prnl.
Descuidar el aseo y la compostura. Últimamente se está abandonando mucho. 8.
prnl. Descuidar las obligaciones o los intereses. 9. prnl. Dejarse dominar por
afectos, pasiones o vicios. 10. prnl. Caer de ánimo, rendirse en las
adversidades y contratiempos”.
De las doce acepciones -si sumamos las
del adjetivo y las del verbo- sólo una alude cabalmente al carácter de
deshabitado. El resto, con mayor o menor énfasis se asocia con la dejadez, la
falta de aseo y la indolencia; algunos de los vicios que le atribuía Sarmiento
al gaucho.
Pero aun concediendo que se
haya podido elegir la única acepción que es sinónima de deshabitado, sólo
podría haberla hecho un músico citadino y con un desconocimiento total del
léxico de uso común en la llanura bonaerense y también en la campaña oriental y
brasileña. En efecto, en la literatura invariablemente el rancho deshabitado es
una tapera. Así:
tuve en mi pago en un tiempo
hijos, hacienda y mujer,
pero empecé a padecer,
me echaron a la frontera,
¡y qué iba a hallar al
volver!
Tan sólo hallé la tapera.
Sosegao vivía en mi rancho
como el pájaro en su nido,
allí mis hijos queridos
iban creciendo a mi lao…
sólo queda al desgraciao
lamentar el bien perdido.
(Martín Fierro, I: 49-50)
En dos versos sucesivos Hernández
simboliza con rancho y tapera el rumbo de la desdicha de Martín Fierro. El reemplazo del posesivo por el articulo refuerza
la imagen del desamparo: para Fierro “el rancho era mío” y “la tapera es de
nadie”. También en la música popular
argentina y brasileña menudean los ejemplos del uso de tapera[6]. Sólo ilustraremos, por
ser concluyentes, con dos versos del tango Tapera
con música de Hugo Gutiérrez y letra de Homero Manzi:
Al fin, otro ranchito sin
dueño;
al fin, otra tapera tirada
Se afina un poco más el concepto:
“ranchito sin dueño” es una “tapera”.
Lo relevante es que Williams conocía
bien la llanura bonaerense, pero además en ese texto, donde narra la gestación
de El rancho abandonado, manifiesta
haber recorrido los pagos de Juárez, en la provincia de Buenos Aires para
inspirarse y con la técnica que le enseñaron sus venerables maestros franceses
plasmar ese hito de la música argentina. Por ende, si hubiera querido referirse
a un rancho deshabitado hubiera titulado La
tapera[7].
Con ese título se estaba refiriendo a una casa descuidada y desaseada que
representa incontestablemente a la barbarie, como a su dueño el gaucho.
Independientemente de lo ya expresado,
no podemos negar la inclusión de la obra en cuestión dentro de la estética
nacionalista, condición que alcanzará igualmente a muchas obras compuestas en
el último tercio del siglo XIX, pero no al resto de las composiciones de
Williams en igual período. La importancia y trascendencia de El rancho… proviene exclusivamente de un
acto volitivo del autor consumado cuarenta y dos años después de la composición
de la pieza. Por ello, cualquier conclusión extraída del texto de Williams,
como juzgar la intención del autor o apreciar la recepción constituirá aquiescencia
con aquella acción y desatención de su anacronismo, estando por ende teñida de
sus mismos extravíos. Por último, una vez desasidos del discurso williamsiano su
valorización de la figura del gaucho carece de sustento, pudiéndose
atribuírsele sin duda el consabido estigma sarmientino.
El
ideario de la generación del 80
La otra cuestión que surge del artículo
citado, quizás más importante que la expuesta anteriormente, se refiere al
ideario de la Generación del 80, supuestamente representado por la “lógica
sonora” procedente del rancho... Ese
colectivo, cuya instalación historiográfica es de antigua data, estaba integrado
por militares, políticos e intelectuales y, en algunos casos, por individuos
que reunían las tres condiciones. Su aparición en el escenario argentino es
señalada por el ascenso a la presidencia de la nación de Julio Argentino Roca
en 1880. En sus seis años de mandato el general-presidente implementó un
enérgico plan modernizador consistente en el establecimiento de una moneda
única, el desplazamiento de la iglesia católica del registro civil y la
educación[8], la consolidación de la
presencia de la nación a través del correo, el ejército[9] y las escuelas nacionales,
y la incorporación efectiva de todo el territorio de la república, entre muchas
otras medidas. Se abrió así una etapa de acelerado desarrollo de una economía
de carácter agro-exportador que culminó el proceso de destrucción de las
industrias locales[10] (Halperin
Donghi, 1985, pág. passim) .
Aunque Roca fue acompañado en la tarea
modernizadora por conspicuos representantes de esa generación, no puede
asociarse linealmente una cosa con la otra. Suelen enumerarse como integrantes
de ese colectivo, Paul Groussac, Miguel Cané, Eduardo Wilde, Carlos Pellegrini,
Luis y Roque Saenz Peña y Joaquín V. González. Eduardo Galasso siguiendo a
Jorge Sulé, agrega a José y Rafael Hernández, Nicolas Calvo, Carlos Guido y
Spano, Adolfo Saldías y José Manuel Estrada, entre otros. La adición de estos
últimos personajes matiza la habitual consideración de liberal y afrancesada
atribuida a la generación (2011, págs. I: 58-59) . Por ello cualquier
caracterización de su ideario debe atender a la diversidad de orígenes y los
matices ideológicos entre sus figuras. Sin embargo, un punto central es el
positivismo que los reúne a pesar de esas divergencias.
El Positivismo estaba sustentado en la
razón y la verificación experimental, lo cual significaba respeto desmesurado
por la ciencia y una enemistad sin resquicios para la metafísica, dentro la
cual está incluida naturalmente la religión y su consecuencia social más
inmediata, la moral. El vacío ético es llenado en consecuencia por una
valorización del individuo según las premisas racionales. En el fondo, el
positivismo enfatiza fundamentalmente el individualismo y a partir de éste la
propiedad privada, su máxima creación histórica, pero también la actitud de
libre examen, de desprejuicio respecto a la masa de creencias acumuladas
durante siglos de conducta irracional y anticientífica. Este nuevo iluminismo
en el cual la ciencia puede todo, reencuentra la fórmula antigua del progreso
indefinido. Por ella las sociedades hallan justificación a sus esperanzas y los
individuos un papel que cumplir. La confianza en una eternidad inverificable y
en la razón sirve para encubrir la otra cara del maquinismo capitalista que
empieza a ser imperialista. Encubre, en suma, la ferocidad le la burguesía y la
creencia en su papel manifiesto ejerciendo la dictadura de la sociedad (Jitrik,
1968, págs. 67-69) .
“Progreso” será la palabra clave de esa
generación llegando a constituir en torno al concepto, como apunta Lucio V.
Mansilla una mentalidad, casi una religión secular elaborada en clave
intensamente biologista como característica esencial y original (Montserrat, 1985, pág. 215) . En la sociedad,
como en la naturaleza, sobreviven los más aptos, es decir los más dotados. Este
darwinismo social, en suma, constituye la vía más indicada para asegurar las
ventajas de ese capitalismo arrollador al que le abre las puertas el plan de
acción roquista antes descripto. Su consecuencia natural es la rápida
modernización de un país que en 1857 importaba harina y que a fines de siglo
era el segundo exportador mundial de trigo y el primero de lino y maíz,
creciendo su producto bruto a nivel de los primeros del mundo
Sin embargo, tales espectaculares resultados
producían también secuelas no deseadas. Las élites que se habían asegurado la
posesión de la tierra y el control de todos los sectores más rentables de la
economía, descubrieron que esa inmigración, necesaria para sus objetivos, no
aceptaba pasivamente el rol que le habían asignado en la sociedad. El incendio
del Colegio del Salvador en 1875, atribuido a anarquistas, les anunció que con
la mano de obra también habían entrado gérmenes revolucionarios e ideologías
contrarias al sistema capitalista: anarquismo, socialismo y sindicalismo. Las
fuentes empiezan a señalar tales ideas foráneas como obstáculos para la
reproducción de un sistema tan favorable para las clases dirigentes. De este
modo, menudean advertencias contra los efectos disolventes de la nacionalidad
por parte de la inmigración desenfrenada. En efecto, como se señala en el
artículo en cuestión, Integrantes de la Generación del 80, como Estanislao
Zeballos en sus discursos y Eugenio Cambaceres y Julián Martel a través de sus
novelas, advierten el problema, articulándose en consecuencia acciones
políticas como la ley de servicio militar obligatorio[11] y la llamada Ley de Residencia o Ley Cané[12], entre muchas otras
medidas.
Sin embargo, los integrantes de la
generación del 80 nunca abandonaron el desprecio por el gaucho y el indio, pues
tal cambio se hubiera dado de bruces con el ideario antes señalado. Paul
Groussac, uno de sus más destacados representantes, opina de La Historia de la Literatura argentina
de Ricardo Rojas:
“Es así cómo,
verbigracia, después de oídos con resignación, dos o tres fragmentos en prosa
gerundiana de cierto mamotreto públicamente aplaudido por los que apenas lo han
abierto, me considero autorizado para
no seguir adelante, ateniéndome, por ahora, a los sumarios o índices de aquella
copiosa historia de lo que orgánicamente nunca existió. Me
refiero especialmente a la primera y más indigesta parte de la mole
(ocupa tres tomos de los cuatro)[13]: balbuceos
de indígenas y mestizos[14]...” (Borges, 1974, pág. 421) Los subrayados son nuestros.
En esos tomos se analizaba el Martín Fierro, una obra que como toda la
literatura gauchesca era ignorada por la élite. Se deberá esperar a 1913 para que
aparezca en el escenario político argentino la valorización del gaucho, tarea
que inició Leopoldo Lugones con un ciclo de conferencias[15] que concluyó en su libro El Payador. En él Martín Fierro, el
personaje, es elevado a la categoría de héroe homérico. A partir de estos
acontecimientos -y no antes- la consideración de la figura del gaucho comienza
a mudar.
La exaltación que de Martín Fierro hace
Lugones había sido anticipada por otro libro suyo, La Guerra Gaucha, en donde la dimensión épica alcanza a la hueste
de Miguel Martín de Güemes. Pero la valorización del gaucho firmemente articulada
con una ideología que eficazmente combata aquellos efectos indeseables de la
modernización será expresada a fines de la primera década del siglo XX -y no
antes- por Ricardo Rojas[16], quien en Cosmópolis (1908), Restauración Nacionalista
(1909), Blasón de Plata (1910) y La
Argentinidad (1916), entre otros textos, plantea una nueva cultura
argentina que sincréticamente incluya a los grupos antes excluidos:
“Esta segunda
encarnación indiana puede considerarse como el hombre que el destino de América
necesitaba para incorporarse con una estirpe y una obra propia al acervo de las
creaciones universales no en sus formas embrionarias del mulato, del gaucho,
del cholo, del zambo, del compadre, es una estirpe que vivirá en América, que
enseñará el modelo de redención a las diversas clases sociales y que retendrá
durante siglos la dirección de la cultura” (1954, pág. 147) .
La nota distintiva, es el sincretismo:
“Así dentro del
aporte indígena no es lo guaraní o quichua ni el aporte español, lo vasco o
andaluz, ni el aporte gaucho, lo montañés o pampeano, ni lo italiano o francés,
individualmente lo que da ese tinte colectivo. Como ocurre en otras naciones,
concurren a una armonía ideal, al alma de la nacionalidad” (1917, pág. 76) .
El inmigrante reemplaza al gaucho como
encarnación de la barbarie:
La antigua lucha
entre civilización y barbarie no ha terminado; ha cambiado simplemente el
escenario y de forma; su teatro es la ciudad, ya no el campo, y el montonero,
ya no emplea el caballo sino la electricidad: Facundo va en tranvía”. (1924, pág. 292) .
Sobre esta base, los ideólogos de las
clases gobernantes desean generar una cultura nacional que vindicando la
tradición no rechazara la alta cultura europea. Para llevar a cabo tal empresa
había que despertar el espíritu del pueblo -el Volk de resonancias herderianas-[17] que sería la piedra basal
de una cultura nacional sincrética de las aportaciones del indio, el español y
el extranjero. El gaucho, como vemos, representará a partir de ahora lo más
puro de la nación, operando como aglutinante de todas esas diversas aportaciones
para consolidar así la Argentinidad.
Pretendiendo demostrar el cambio que en
la estimación del gaucho habría operado en la Generación del 80, Plesch en el
artículo mencionado abunda en citas de Eduardo Gutiérrez[18] que están en línea con la
mutación explicada más arriba, pero no pudo haber encontrado a un escritor más
menospreciado por los hombres del 80 que el autor de Juan Moreira, cuya obra era consumida tanto como el Martín Fierro por las clases subalternas,[19] a la vez que ignorado o
desdeñado por la élite[20]. Gutiérrez mismo reniega
de sus propias obras; así lo testimonia Miguel Cané, un escritor menor,
recordado sólo por su novela estudiantil Juvenillia,
narrándole a Ernesto Quesada en una carta:
“[…] a pesar de que los diarios me habían
informado de la aparición de ‘Juan Moreira’ y algunos otros congéneres, debidos
a la pluma de Eduardo, nunca llegó a mis manos ninguno de ellos. En mi primer
viaje a la tierra, allá por 1883, la primera vez que me encontré con Gutiérrez,
le reproché amistosamente su falta de reciprocidad, y le anuncié que pensaba
comprar sus libros para leerlos en el viaje de regreso. Fue entonces cuando, un
poco ruborizado y tomándome la mano, me dijo textualmente: ‘No le he mandado
esos libros porque no son para V., ni para la gente, como V. Le ruego que no
los lea, porque si lo hace, me va a tratar muy mal. Yo le prometo a V. que así
que esos abortos me aseguren dos o tres meses de pan, me pondré a la obra y
escribiré algo que pueda presentar con la frente levantada a todos los hombres
de pensamiento y de gusto” (1983 , págs. 236-7) .
Las citas de Martiniano Leguizamón y
Leopoldo Lugones tampoco contribuyen a la postulada paternidad de la generación
del 80 a esa valorización del gaucho. En efecto, Leguizamón no aparece asociado
en la bibliografía existente a ese colectivo y Lugones, que habiendo nacido en
1874 sólo por ello podría excluirse, en ninguno de los meandros de su zigzagueante
trayectoria ideológica se acercó al ideario del 80.
Conclusión
Como surge de lo expuesto, no puede sostenerse
“La idea de una retórica musical de la ‘argentinidad’, construida por la
primera y segunda generación de ochentistas” (Plesch, 2008,
pág. 57) .
Por el contrario, el concepto de argentinidad asociado a la exaltación del
gaucho es ajeno a la Generación del 80. Tal constructo se consolida en la
segunda década del siglo XX -como la misma autora señala citando a Lugones-
cuando los ochentistas ya habían perdido influencia. La asociación de Williams
y su Rancho… con aquel colectivo no
puede discutirse, aunque mirada en el sentido inverso al postulado. Ciertamente,
de la pieza emana el desprecio y desvalorización de la figura del gaucho
heredado de la Generación del 37, es decir, el anatema sarmientino. Por ello es
coherente con el nacionalismo canónico que hegemonizó la música argentina
académica hasta el surgimiento del Grupo Renovación, como ya lo señaláramos en
otros trabajos (2008) (2014) . No existe
disonancia entre la conclusión antedicha y el texto famoso, por ser éste consecuencia
del oportunismo de Williams. Oportunismo que resulta una faceta característica
de la burguesía toda del último tercio del siglo XX a la que él pertenecía y
que ya había exhibido en sus manejos políticos y comerciales que culminaron con
el vaciamiento de Conservatorio Nacional de 1888 a fin de asegurar la
existencia del suyo (Massone &
Olmello, 2015, págs. 3-5) .
Por ello el texto en el que Williams
atribuye la inspiración para componer el Rancho…
a la impresión causada por un payador ciego no puede interpretarse de ninguna
manera como valorización de la figura del gaucho. Esa historia no sólo es falsa,
es inventada deliberadamente con fines artístico-políticos. La sintonía con El payador de Lugones y la dimensión
homérica atribuida a Martín Fierro se
evidencia en la figura que lo inspira, un payador ciego. Homero, un rapsoda, es
decir una suerte de payador de la Grecia Antigua también lo era. Williams se
acomoda así a la nueva consideración del gaucho, que en momentos de la
escritura del texto estaba ya sólidamente instalada. De paso redobla la apuesta
con relación a los textos de 1902 y 1910, porque ahora además de ser el primer
músico profesional argentino es el fundador del nacionalismo musical conforme a
las premisas establecidas por Lugones veintiséis años antes. Tal compleja
maniobra discursiva ejecutada en el plano intelectual puede parangonarse a las
de sus congéneres del 80 cuando jugando con las letras hipotecarias, a la vez
que obtenían ganancias fabulosas, provocaban la quiebra de la Banca Baring
Brothers.
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“Al volver a Buenos Aires, después de esas excursiones por
las estancias del sur de nuestra Pampa concebí el propósito de dar a mis
composiciones musicales, un sello que las diferenciara de la cultura clásica y
romántica, en cuyas ricas fuentes había bebido las enseñanzas sabias de mis
gloriosos y venerados maestros. Mis cotidianas improvisaciones de ese tiempo
parecían envueltas en los repliegues de lejanas brumas de amaneceres y de ocasos
en las sabanas pampeanas. Y de esas improvisaciones surgió, en aquel mismo año
de 1890 mi obra "El rancho abandonado” que puede considerarse como la
piedra fundamental del arte musical argentino. […] La técnica nos la dio
Francia y la inspiración los payadores de Juárez” (1951: 19).
[2] La
suite se llama En la Sierra y sus
números son: 1) La colina sombreada 2)
Insectos y lagartijas 3) Rama de piquillín 4) El rancho abandonado 5) Cortejo
campestre.
[3] Hipótesis enunciada por
Bernardo Illari en la conferencia dictada en el Departamento de Artes Musicales
y Sonoras de la UNA el 7 de mayo de 2014.
[4] El Rancho… además difiere notablemente de la estética de las obras
anteriores y del de las de la década siguiente.
[5]
Manuel Massone,
Mario Celentano y Nicolás Sroka en su documentadísimo libro sobre las
generaciones olvidadas rastrea el célebre texto desde 1932, a través de una
conferencia transmitida radialmente y luego publicada en La quena, hasta finalmente aparecer en Los orígenes del arte musical argentino (2016, págs.
24-25)
[6] Es pertinente la
búsqueda en tal acervo dada la propia calificación de Williams “…como la obra
más popular que he escrito” condición en la que Plesch cree sin otra
demostración que la cantidad de veces que se tocó en público.
[7]
De esa manera se
hubiera corrido al otro polo de nacionalismo señalado por Plesch que encarna
Juan Alais. En efecto, el compositor-guitarrista no titulaba como un pueblero
sino como un paisano de la pampa: Gato,
La perezosa, La mendocina, La regalona, etc.
[8] A través de la ley 1420
[9] Recordemos que después
de Pavón se produjeron las revoluciones jordanistas, la revolución del 74 y la
del 80 sofocada por el mismo Roca después de la batalla de Santa Rosa. Si solo
citando los levantamientos más importantes pues hubieron muchos más
acontecimientos bélicos locales y la supresión de los ejércitos provinciales
que decretó Mitre fue sólo nominal hasta 1880.
[10]
Quedaron sólo en
pie las privilegiadas a través de acuerdos con las élites provinciales de Cuyo
con la vitivinicultura y de Tucumán con la industria azucarera
[11]
En los debates
parlamentarios que precedieron a su sanción se aludía insistentemente a que los
“enganchados” del ejercito eran todos extranjeros por lo cual había que
uniformarlos dentro del idioma y la tradición argentina.
[12] Por su impulsor en el
Congreso Nacional, Miguel Cané uno de los hombres del 80.
[13] Esos volúmenes se
titulan: Los gauchescos (lª parte), Los gauchescos (2a. parte) y Los coloniales
I. En ellos son analizadas las obras de Bartolomé Hidalgo, Hilario Ascasubi,
Estanislao del Campo, José Hernández y Eduardo Gutiérrez, entre otros.
[15] A esas conferencias
dictadas en el teatro Odeón asistía el presidente de la nación, Roque
Saenz-Peña
[18] Eduardo Gutiérrez
(1851-1889) hermano menor del médico Ricardo y del músico Juan, el no haberse
graduado en la universidad de Buenos Aires y haber desarrollado una mediocre
carrera militar le vedó el acceso a cargos públicos y lugares relevantes en la
sociedad porteña. Luego que abandonó el ejército se dedicó al periodismo
produciendo simultáneamente folletines de consumo popular.
[19] Ya que en algunos casos
era conocida por analfabetos gracias a la voluntad de un parroquiano que en las
pulperías lo leía en voz alta
[20] Como lo demuestra Hugo
Biagini concluyentemente, no sería Gutiérrez ni Hernández los escritores celebrados
por la generación del 80 sino un poeta absolutamente olvidado como Carlos
Encina, (1995, pág. 140 y ss.) .