domingo, 9 de julio de 2017

Artículo originalmente publicado en la revista digital 4' 33" del Departamento de Artes Musicales y Sonoras "Carlos López Buchardo" de la UNA.
El rancho descuidado. La lógica oportunista de Alberto Williams
                                      Oscar Olmello (UNA) y Andrés Jorge Weber (UNLu)
A la manera de un personaje de Borges que en una noche agota su historia, Alberto Williams sólo es para la bibliografía musicológica de los últimos tiempos, ese acto que oblitera todos los demás de su vida, el instante supremo en el que compuso El rancho abandonado. En línea con esa metonimia, la descripción que el mismo Williams hizo del proceso creativo que culminó con la composición de la pieza es uno de los textos más citados de la musicología histórica contemporánea. El asunto tiene aristas tales que desaconseja alinearse tanto con la tradición musicológica que considera la obra como la piedra fundamental de la música nacional argentina, cuanto con las refutaciones más recientes que rechazando tal representación le conceden sin embargo particular relevancia. En efecto, la postura que considera que de Williams y su pieza de 1890 surge la “lógica sonora de la Generación del 80” persevera en atribuir centralidad a tal composición (Plesch, 2008).

El rancho descuidado
El equívoco surge de tomar el texto de Williams proveniente de Orígenes del arte musical argentino[1] (1951) como fuente decisiva para toda su argumentación. Así lo afirma la autora del artículo:
“Según explicita el autor, la obra no surgió naturalmente (como lo querría una visión romántica del nacionalismo, por la cual los compositores nacionales «exudan» música nacional casi sin proponérselo), sino que respondió a un propósito deliberado. Tenemos aquí el primer requisito dahlhausiano, la intención. Al señalar Williams que esta obra es la más popular que ha escrito encontramos el segundo requisito, la recepción. Sabemos, además, que esto no es una mera percepción de Williams, sino que es un hecho histórico que puede ser confirmado fácilmente con la evidencia documental. ‘El rancho abandonado’ ha sido indudablemente una de las obras más frecuentadas del repertorio pianístico argentino” (2008, pág. 73).

Plesch extrae del tan citado texto de Williams no sólo la intención del autor sino también la recepción, es decir la percepción de la obra como música popular por parte del público, ofreciendo como prueba de ello la frecuencia de su ejecución. Resultaría muy difícil encontrar argentinos y argentinas sin información previa sobre la obra, que la reconozcan como relacionada con la cultura del pueblo. Pero sí, indudablemente encontraríamos unanimidad si procediéramos de igual forma con, por ejemplo, El estilo pampeano de Abel Fleury, compositor cuya producción responde cabalmente a las condiciones dahlhausianas.
Aun sin considerar la circunstancia que El rancho abandonado es el único número de la suite que integra[2] al que se le puede atribuir una estética nacionalista, lo que fomenta la presunción de una inclusión posterior[3], no dudamos en afirmar que en el momento de la composición la obra no tuvo la importancia que luego adquirió[4]. Tampoco el propio Williams en sus textos de 1902 y 1910, (Veniard, 2002, págs. 388-390) donde establece un esquema generacional de la música argentina incluyéndose a sí mismo como uno de los primeros músicos profesionales, menciona acto fundacional alguno. Sólo aparece ese constructo en 1932, es decir, cuarenta y dos años después del acontecimiento[5].
Sin embargo, sobre ese texto se basa Plesch para postular la existencia de la “Lógica sonora de la Generación del 80” atribuyendo su enunciación a Williams. Pues, según ese razonamiento:
“…la apropiación del universo simbólico de un Volk esencializado e idealizado, el gaucho, su subsiguiente estilización y sobre todo su uso como herramienta para garantizar la coherencia cultural”. […] Así el gaucho, que hasta aquí había sido, después del indio, el Otro por excelencia, portador de la barbarie que denostara Sarmiento, sería rescatado y metamorfoseado en la «esencia» de la argentinidad en peligro” (2008, págs. 60-64).

Ciertamente, por una operación discursiva que surge del seno de la élite dirigente, la figura del gaucho pierde vicios que antes lo instituían, si se nos permite el oxímoron, como quintaesencia de la barbarie, adquiriendo inmediatamente virtudes que lo constituyen en antemural que contenga las ideas disolventes que traían los inmigrantes. Sin embargo, a tal metamorfosis nada aportará una obra que desde el título refuerza la caracterización sarmientina. Consideremos en ese sentido el Diccionario de la Real Academia Española que ofrece dos acepciones del adjetivo abandonado: “1. adj. Descuidado, desidioso. 2. adj. Sucio, desaseado”. En tanto que como participio pasado del verbo abandonar nos dice:
“1. tr. Dejar solo algo o a alguien alejándose de ello o dejando de cuidarlo. Han abandonado este edificio. 2. tr. Dejar una actividad u ocupación o no seguir realizándola. 3. tr. Dejar un lugar, apartarse de él. Abandonaron el lugar del suceso. 4. tr. Apoyar, reclinar algo con dejadez. U. m. c. prnl. 5. tr. Entregar, confiar algo a una persona o cosa. U. m. c. prnl. 6. intr. En el juego o en el deporte, dejar de luchar, darse por vencido. Al tercer asalto, abandonó. 7. prnl. Descuidar el aseo y la compostura. Últimamente se está abandonando mucho. 8. prnl. Descuidar las obligaciones o los intereses. 9. prnl. Dejarse dominar por afectos, pasiones o vicios. 10. prnl. Caer de ánimo, rendirse en las adversidades y contratiempos”.

De las doce acepciones -si sumamos las del adjetivo y las del verbo- sólo una alude cabalmente al carácter de deshabitado. El resto, con mayor o menor énfasis se asocia con la dejadez, la falta de aseo y la indolencia; algunos de los vicios que le atribuía Sarmiento al gaucho.
Pero aun concediendo que se haya podido elegir la única acepción que es sinónima de deshabitado, sólo podría haberla hecho un músico citadino y con un desconocimiento total del léxico de uso común en la llanura bonaerense y también en la campaña oriental y brasileña. En efecto, en la literatura invariablemente el rancho deshabitado es una tapera. Así:
tuve en mi pago en un tiempo
hijos, hacienda y mujer,
pero empecé a padecer,
me echaron a la frontera,
¡y qué iba a hallar al volver!
Tan sólo hallé la tapera.

Sosegao vivía en mi rancho
como el pájaro en su nido,
allí mis hijos queridos
iban creciendo a mi lao…
sólo queda al desgraciao
lamentar el bien perdido.
(Martín Fierro, I: 49-50)
En dos versos sucesivos Hernández simboliza con rancho y tapera el rumbo de la desdicha de Martín Fierro. El reemplazo del posesivo por el articulo refuerza la imagen del desamparo: para Fierro “el rancho era mío” y “la tapera es de nadie”. También en la música popular argentina y brasileña menudean los ejemplos del uso de tapera[6]. Sólo ilustraremos, por ser concluyentes, con dos versos del tango Tapera con música de Hugo Gutiérrez y letra de Homero Manzi:
Al fin, otro ranchito sin dueño;
al fin, otra tapera tirada
Se afina un poco más el concepto: “ranchito sin dueño” es una “tapera”.
Lo relevante es que Williams conocía bien la llanura bonaerense, pero además en ese texto, donde narra la gestación de El rancho abandonado, manifiesta haber recorrido los pagos de Juárez, en la provincia de Buenos Aires para inspirarse y con la técnica que le enseñaron sus venerables maestros franceses plasmar ese hito de la música argentina. Por ende, si hubiera querido referirse a un rancho deshabitado hubiera titulado La tapera[7]. Con ese título se estaba refiriendo a una casa descuidada y desaseada que representa incontestablemente a la barbarie, como a su dueño el gaucho.
Independientemente de lo ya expresado, no podemos negar la inclusión de la obra en cuestión dentro de la estética nacionalista, condición que alcanzará igualmente a muchas obras compuestas en el último tercio del siglo XIX, pero no al resto de las composiciones de Williams en igual período. La importancia y trascendencia de El rancho… proviene exclusivamente de un acto volitivo del autor consumado cuarenta y dos años después de la composición de la pieza. Por ello, cualquier conclusión extraída del texto de Williams, como juzgar la intención del autor o apreciar la recepción constituirá aquiescencia con aquella acción y desatención de su anacronismo, estando por ende teñida de sus mismos extravíos. Por último, una vez desasidos del discurso williamsiano su valorización de la figura del gaucho carece de sustento, pudiéndose atribuírsele sin duda el consabido estigma sarmientino.

El ideario de la generación del 80
La otra cuestión que surge del artículo citado, quizás más importante que la expuesta anteriormente, se refiere al ideario de la Generación del 80, supuestamente representado por la “lógica sonora” procedente del rancho... Ese colectivo, cuya instalación historiográfica es de antigua data, estaba integrado por militares, políticos e intelectuales y, en algunos casos, por individuos que reunían las tres condiciones. Su aparición en el escenario argentino es señalada por el ascenso a la presidencia de la nación de Julio Argentino Roca en 1880. En sus seis años de mandato el general-presidente implementó un enérgico plan modernizador consistente en el establecimiento de una moneda única, el desplazamiento de la iglesia católica del registro civil y la educación[8], la consolidación de la presencia de la nación a través del correo, el ejército[9] y las escuelas nacionales, y la incorporación efectiva de todo el territorio de la república, entre muchas otras medidas. Se abrió así una etapa de acelerado desarrollo de una economía de carácter agro-exportador que culminó el proceso de destrucción de las industrias locales[10] (Halperin Donghi, 1985, pág. passim).
Aunque Roca fue acompañado en la tarea modernizadora por conspicuos representantes de esa generación, no puede asociarse linealmente una cosa con la otra. Suelen enumerarse como integrantes de ese colectivo, Paul Groussac, Miguel Cané, Eduardo Wilde, Carlos Pellegrini, Luis y Roque Saenz Peña y Joaquín V. González. Eduardo Galasso siguiendo a Jorge Sulé, agrega a José y Rafael Hernández, Nicolas Calvo, Carlos Guido y Spano, Adolfo Saldías y José Manuel Estrada, entre otros. La adición de estos últimos personajes matiza la habitual consideración de liberal y afrancesada atribuida a la generación (2011, págs. I: 58-59). Por ello cualquier caracterización de su ideario debe atender a la diversidad de orígenes y los matices ideológicos entre sus figuras. Sin embargo, un punto central es el positivismo que los reúne a pesar de esas divergencias.
El Positivismo estaba sustentado en la razón y la verificación experimental, lo cual significaba respeto desmesurado por la ciencia y una enemistad sin resquicios para la metafísica, dentro la cual está incluida naturalmente la religión y su consecuencia social más inmediata, la moral. El vacío ético es llenado en consecuencia por una valorización del individuo según las premisas racionales. En el fondo, el positivismo enfatiza fundamentalmente el individualismo y a partir de éste la propiedad privada, su máxima creación histórica, pero también la actitud de libre examen, de desprejuicio respecto a la masa de creencias acumuladas durante siglos de conducta irracional y anticientífica. Este nuevo iluminismo en el cual la ciencia puede todo, reencuentra la fórmula antigua del progreso indefinido. Por ella las sociedades hallan justificación a sus esperanzas y los individuos un papel que cumplir. La confianza en una eternidad inverificable y en la razón sirve para encubrir la otra cara del maquinismo capitalista que empieza a ser imperialista. Encubre, en suma, la ferocidad le la burguesía y la creencia en su papel manifiesto ejerciendo la dictadura de la sociedad (Jitrik, 1968, págs. 67-69).
“Progreso” será la palabra clave de esa generación llegando a constituir en torno al concepto, como apunta Lucio V. Mansilla una mentalidad, casi una religión secular elaborada en clave intensamente biologista como característica esencial y original (Montserrat, 1985, pág. 215). En la sociedad, como en la naturaleza, sobreviven los más aptos, es decir los más dotados. Este darwinismo social, en suma, constituye la vía más indicada para asegurar las ventajas de ese capitalismo arrollador al que le abre las puertas el plan de acción roquista antes descripto. Su consecuencia natural es la rápida modernización de un país que en 1857 importaba harina y que a fines de siglo era el segundo exportador mundial de trigo y el primero de lino y maíz, creciendo su producto bruto a nivel de los primeros del mundo
Sin embargo, tales espectaculares resultados producían también secuelas no deseadas. Las élites que se habían asegurado la posesión de la tierra y el control de todos los sectores más rentables de la economía, descubrieron que esa inmigración, necesaria para sus objetivos, no aceptaba pasivamente el rol que le habían asignado en la sociedad. El incendio del Colegio del Salvador en 1875, atribuido a anarquistas, les anunció que con la mano de obra también habían entrado gérmenes revolucionarios e ideologías contrarias al sistema capitalista: anarquismo, socialismo y sindicalismo. Las fuentes empiezan a señalar tales ideas foráneas como obstáculos para la reproducción de un sistema tan favorable para las clases dirigentes. De este modo, menudean advertencias contra los efectos disolventes de la nacionalidad por parte de la inmigración desenfrenada. En efecto, como se señala en el artículo en cuestión, Integrantes de la Generación del 80, como Estanislao Zeballos en sus discursos y Eugenio Cambaceres y Julián Martel a través de sus novelas, advierten el problema, articulándose en consecuencia acciones políticas como la ley de servicio militar obligatorio[11]  y la llamada Ley de Residencia o Ley Cané[12], entre muchas otras medidas.
Sin embargo, los integrantes de la generación del 80 nunca abandonaron el desprecio por el gaucho y el indio, pues tal cambio se hubiera dado de bruces con el ideario antes señalado. Paul Groussac, uno de sus más destacados representantes, opina de La Historia de la Literatura argentina de Ricardo Rojas:
“Es así cómo, verbigracia, después de oídos con resignación, dos o tres fragmentos en prosa gerundiana de cierto mamotreto públicamente aplaudido por los que apenas lo han abierto, me considero   autorizado para no seguir adelante, ateniéndome, por ahora, a los sumarios o índices de aquella copiosa historia de lo que orgánicamente nunca existió.  Me   refiero especialmente a la primera y más indigesta parte de la mole (ocupa tres tomos de los cuatro)[13]: balbuceos de indígenas y mestizos[14]...” (Borges, 1974, pág. 421) Los subrayados son nuestros.

En esos tomos se analizaba el Martín Fierro, una obra que como toda la literatura gauchesca era ignorada por la élite. Se deberá esperar a 1913 para que aparezca en el escenario político argentino la valorización del gaucho, tarea que inició Leopoldo Lugones con un ciclo de conferencias[15] que concluyó en su libro El Payador. En él Martín Fierro, el personaje, es elevado a la categoría de héroe homérico. A partir de estos acontecimientos -y no antes- la consideración de la figura del gaucho comienza a mudar.
La exaltación que de Martín Fierro hace Lugones había sido anticipada por otro libro suyo, La Guerra Gaucha, en donde la dimensión épica alcanza a la hueste de Miguel Martín de Güemes. Pero la valorización del gaucho firmemente articulada con una ideología que eficazmente combata aquellos efectos indeseables de la modernización será expresada a fines de la primera década del siglo XX -y no antes- por Ricardo Rojas[16], quien en Cosmópolis (1908), Restauración Nacionalista (1909), Blasón de Plata (1910) y La Argentinidad (1916), entre otros textos, plantea una nueva cultura argentina que sincréticamente incluya a los grupos antes excluidos:
“Esta segunda encarnación indiana puede considerarse como el hombre que el destino de América necesitaba para incorporarse con una estirpe y una obra propia al acervo de las creaciones universales no en sus formas embrionarias del mulato, del gaucho, del cholo, del zambo, del compadre, es una estirpe que vivirá en América, que enseñará el modelo de redención a las diversas clases sociales y que retendrá durante siglos la dirección de la cultura” (1954, pág. 147).

La nota distintiva, es el sincretismo:
“Así dentro del aporte indígena no es lo guaraní o quichua ni el aporte español, lo vasco o andaluz, ni el aporte gaucho, lo montañés o pampeano, ni lo italiano o francés, individualmente lo que da ese tinte colectivo. Como ocurre en otras naciones, concurren a una armonía ideal, al alma de la nacionalidad” (1917, pág. 76).

El inmigrante reemplaza al gaucho como encarnación de la barbarie:
La antigua lucha entre civilización y barbarie no ha ter­minado; ha cambiado simplemente el escenario y de forma; su teatro es la ciudad, ya no el campo, y el montonero, ya no emplea el caballo sino la electricidad: Facundo va en tranvía”. (1924, pág. 292).

Sobre esta base, los ideólogos de las clases gobernantes desean generar una cultura nacional que vindicando la tradición no rechazara la alta cultura europea. Para llevar a cabo tal empresa había que despertar el espíritu del pueblo -el Volk de resonancias herderianas-[17] que sería la piedra basal de una cultura nacional sincrética de las aportaciones del indio, el español y el extranjero. El gaucho, como vemos, representará a partir de ahora lo más puro de la nación, operando como aglutinante de todas esas diversas aportaciones para consolidar así la Argentinidad.
Pretendiendo demostrar el cambio que en la estimación del gaucho habría operado en la Generación del 80, Plesch en el artículo mencionado abunda en citas de Eduardo Gutiérrez[18] que están en línea con la mutación explicada más arriba, pero no pudo haber encontrado a un escritor más menospreciado por los hombres del 80 que el autor de Juan Moreira, cuya obra era consumida tanto como el Martín Fierro por las clases subalternas,[19] a la vez que ignorado o desdeñado por la élite[20]. Gutiérrez mismo reniega de sus propias obras; así lo testimonia Miguel Cané, un escritor menor, recordado sólo por su novela estudiantil Juvenillia, narrándole a Ernesto Quesada en una carta:
 “[…] a pesar de que los diarios me habían informado de la aparición de ‘Juan Moreira’ y algunos otros congéneres, debidos a la pluma de Eduardo, nunca llegó a mis manos ninguno de ellos. En mi primer viaje a la tierra, allá por 1883, la primera vez que me encontré con Gutiérrez, le reproché amistosamente su falta de reciprocidad, y le anuncié que pensaba comprar sus libros para leerlos en el viaje de regreso. Fue entonces cuando, un poco ruborizado y tomándome la mano, me dijo textualmente: ‘No le he mandado esos libros porque no son para V., ni para la gente, como V. Le ruego que no los lea, porque si lo hace, me va a tratar muy mal. Yo le prometo a V. que así que esos abortos me aseguren dos o tres meses de pan, me pondré a la obra y escribiré algo que pueda presentar con la frente levantada a todos los hombres de pensamiento y de gusto” (1983 , págs. 236-7).
Las citas de Martiniano Leguizamón y Leopoldo Lugones tampoco contribuyen a la postulada paternidad de la generación del 80 a esa valorización del gaucho. En efecto, Leguizamón no aparece asociado en la bibliografía existente a ese colectivo y Lugones, que habiendo nacido en 1874 sólo por ello podría excluirse, en ninguno de los meandros de su zigzagueante trayectoria ideológica se acercó al ideario del 80.

Conclusión
Como surge de lo expuesto, no puede sostenerse “La idea de una retórica musical de la ‘argentinidad’, construida por la primera y segunda generación de ochentistas” (Plesch, 2008, pág. 57). Por el contrario, el concepto de argentinidad asociado a la exaltación del gaucho es ajeno a la Generación del 80. Tal constructo se consolida en la segunda década del siglo XX -como la misma autora señala citando a Lugones- cuando los ochentistas ya habían perdido influencia. La asociación de Williams y su Rancho… con aquel colectivo no puede discutirse, aunque mirada en el sentido inverso al postulado. Ciertamente, de la pieza emana el desprecio y desvalorización de la figura del gaucho heredado de la Generación del 37, es decir, el anatema sarmientino. Por ello es coherente con el nacionalismo canónico que hegemonizó la música argentina académica hasta el surgimiento del Grupo Renovación, como ya lo señaláramos en otros trabajos (2008) (2014). No existe disonancia entre la conclusión antedicha y el texto famoso, por ser éste consecuencia del oportunismo de Williams. Oportunismo que resulta una faceta característica de la burguesía toda del último tercio del siglo XX a la que él pertenecía y que ya había exhibido en sus manejos políticos y comerciales que culminaron con el vaciamiento de Conservatorio Nacional de 1888 a fin de asegurar la existencia del suyo (Massone & Olmello, 2015, págs. 3-5).  
Por ello el texto en el que Williams atribuye la inspiración para componer el Rancho… a la impresión causada por un payador ciego no puede interpretarse de ninguna manera como valorización de la figura del gaucho. Esa historia no sólo es falsa, es inventada deliberadamente con fines artístico-políticos. La sintonía con El payador de Lugones y la dimensión homérica atribuida a Martín Fierro se evidencia en la figura que lo inspira, un payador ciego. Homero, un rapsoda, es decir una suerte de payador de la Grecia Antigua también lo era. Williams se acomoda así a la nueva consideración del gaucho, que en momentos de la escritura del texto estaba ya sólidamente instalada. De paso redobla la apuesta con relación a los textos de 1902 y 1910, porque ahora además de ser el primer músico profesional argentino es el fundador del nacionalismo musical conforme a las premisas establecidas por Lugones veintiséis años antes. Tal compleja maniobra discursiva ejecutada en el plano intelectual puede parangonarse a las de sus congéneres del 80 cuando jugando con las letras hipotecarias, a la vez que obtenían ganancias fabulosas, provocaban la quiebra de la Banca Baring Brothers.

Bibliografía


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Borges, J. L. (1974). Obras Completas. El arte de injuriar. Buenos Aires: EMECE.
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Olmello, O. (2014). La guitarra académica en la escena musical porteña de la primera mitad del siglo XX. Una larga marcha hacia su aceptación. Tesis de doctorado en Historia y Teoría de las Artes. Facultad de Filosofía y Letras. Universidad de Buenos Aires. Inédita.
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[1] Ese texto tan citado es el siguiente:
“Al volver a Buenos Aires, después de esas excursiones por las estancias del sur de nuestra Pampa concebí el propósito de dar a mis composiciones musicales, un sello que las diferenciara de la cultura clásica y romántica, en cuyas ricas fuentes había bebido las enseñanzas sabias de mis gloriosos y venerados maestros. Mis cotidianas improvisaciones de ese tiempo parecían envueltas en los repliegues de lejanas brumas de amaneceres y de ocasos en las sabanas pampeanas. Y de esas improvisaciones surgió, en aquel mismo año de 1890 mi obra "El rancho abandonado” que puede considerarse como la piedra fundamental del arte musical argentino. […] La técnica nos la dio Francia y la inspiración los payadores de Juárez” (1951: 19).
[2] La suite se llama En la Sierra y sus números son: 1) La colina sombreada 2) Insectos y lagartijas 3) Rama de piquillín 4) El rancho abandonado 5) Cortejo campestre.
[3] Hipótesis enunciada por Bernardo Illari en la conferencia dictada en el Departamento de Artes Musicales y Sonoras de la UNA el 7 de mayo de 2014.
[4] El Rancho… además difiere notablemente de la estética de las obras anteriores y del de las de la década siguiente.
[5] Manuel Massone, Mario Celentano y Nicolás Sroka en su documentadísimo libro sobre las generaciones olvidadas rastrea el célebre texto desde 1932, a través de una conferencia transmitida radialmente y luego publicada en La quena, hasta finalmente aparecer en Los orígenes del arte musical argentino (2016, págs. 24-25)
[6] Es pertinente la búsqueda en tal acervo dada la propia calificación de Williams “…como la obra más popular que he escrito” condición en la que Plesch cree sin otra demostración que la cantidad de veces que se tocó en público.
[7] De esa manera se hubiera corrido al otro polo de nacionalismo señalado por Plesch que encarna Juan Alais. En efecto, el compositor-guitarrista no titulaba como un pueblero sino como un paisano de la pampa: Gato, La perezosa, La mendocina, La regalona, etc.
[8] A través de la ley 1420
[9] Recordemos que después de Pavón se produjeron las revoluciones jordanistas, la revolución del 74 y la del 80 sofocada por el mismo Roca después de la batalla de Santa Rosa. Si solo citando los levantamientos más importantes pues hubieron muchos más acontecimientos bélicos locales y la supresión de los ejércitos provinciales que decretó Mitre fue sólo nominal hasta 1880.
[10] Quedaron sólo en pie las privilegiadas a través de acuerdos con las élites provinciales de Cuyo con la vitivinicultura y de Tucumán con la industria azucarera
[11] En los debates parlamentarios que precedieron a su sanción se aludía insistentemente a que los “enganchados” del ejercito eran todos extranjeros por lo cual había que uniformarlos dentro del idioma y la tradición argentina.
[12] Por su impulsor en el Congreso Nacional, Miguel Cané uno de los hombres del 80.
[13] Esos volúmenes se titulan: Los gauchescos (lª parte), Los gauchescos (2a. parte) y Los coloniales I. En ellos son analizadas las obras de Bartolomé Hidalgo, Hilario Ascasubi, Estanislao del Campo, José Hernández y Eduardo Gutiérrez, entre otros.
[14] Pues qué otra cosa que un mestizo era el gaucho
[15] A esas conferencias dictadas en el teatro Odeón asistía el presidente de la nación, Roque Saenz-Peña
[16] Indudablemente excluido de la Generación del 80.
[17] Concepto extraño al ideario de la Generación del 80.
[18] Eduardo Gutiérrez (1851-1889) hermano menor del médico Ricardo y del músico Juan, el no haberse graduado en la universidad de Buenos Aires y haber desarrollado una mediocre carrera militar le vedó el acceso a cargos públicos y lugares relevantes en la sociedad porteña. Luego que abandonó el ejército se dedicó al periodismo produciendo simultáneamente folletines de consumo popular.
[19] Ya que en algunos casos era conocida por analfabetos gracias a la voluntad de un parroquiano que en las pulperías lo leía en voz alta
[20] Como lo demuestra Hugo Biagini concluyentemente, no sería Gutiérrez ni Hernández los escritores celebrados por la generación del 80 sino un poeta absolutamente olvidado como Carlos Encina, (1995, pág. 140 y ss.).